Juan de Valdés, «el pintor de la muerte»

Juan Valdés 1

La desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada. Y la esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo.

Maurice Maeterlinck

La vida y la muerte en el jeroglífico de las postrimerías de Juan de Valdés


Miguel Mañara Vicentelo de Leca (Sevilla, 3 de marzo de 1627-ibídem, 9 de mayo de 1679) fue el gran impulsor de la Santa Caridad de Sevilla.
Créditos: W. Commons

En 1672, cuando Miguel de Mañara, un religioso y filántropo español, asumió como hermano mayor la dirección del Hospital de la Santa Caridad de Sevilla, diseñó un plan iconográfico con el fin de atraer la benevolencia de la aristocracia sevillana y aumentar la limosna para asistir a los vagabundos y curar a los enfermos.

Entre todas las personas que necesitaba para tal empresa, escogió a dos pintores reconocidos de la ciudad: Sebastián Murillo (1617 – 1682) y Juan de Valdés Leal (1622-1690). Dos hombres completamente dispares como el agua y el aceite en carácter y técnica, ya que uno trataba el concepto humanista, la luz, y el otro, un estilo más tenebroso y escatológico, las sombras.

El encargo preciso a Juan de Valdés Leal consistía en dos pinturas para decorar el sotocoro, o el techo emplazado encima del coro de la iglesia, cuyo concepto debía expresar la brevedad de la vida, la universalidad de la muerte, y la vanidad de la gloria.

Mañara, quien había adquirido un sentimiento fúnebre desde la muerte de su esposa en 1661, redactó a la sombra de ese espíritu, el tratado literario “Discurso sobre la verdad” donde argumentaba en contra de la vanitas de la vida y resaltaba la importancia de vivir en humildad y en la práctica de la caridad. La línea de su pensamiento puede resumirse en este párrafo de su autoría: 

“Recuerda hombre que polvo eres y en polvo te convertirás. Es la primera verdad que ha de reinar en vuestros corazones: polvo y ceniza, corrupción y gusanos, sepulcro y olvido. Todo se acaba: hoy somos, y mañana no parecemos; hoy faltamos a los ojos de las gentes; mañana somos borrados de los corazones de los hombres (…)”. 

Ya el místico español Ramon Llull había planteado la inquietud desde el medioevo al preguntar “¿de qué vale adornar y embellecer las cosas que la enfermedad y la vejez y la muerte afean y ensucian”. Una vanitas que impregnaría el arte europeo y que alcanzaría su máxima expresión en la estética del Barroco (XVI-XVIII) con artistas como José de Ribera (1591- 1652), Francisco de Zurbarán (1598-1664), Bartolomé Esteban Murillo (1617 – 1682), y el mismo Juan de Valdés Leal (1622-1690), hablando específicamente del arte ibérico.

Juan de Valdés, apodado “El pintor de la muerte” fue encomendado pues, por esta alta autoridad para componer una obra que representara esos temas, aunque era todo un reto, porque la belleza no era un tema recurrente en los pintores cristianos, sino la fe. 

Como resultado, (y se cree que Valdés leyó “El discurso sobre la verdad”) vio la luz en el mundo del arte europeo una pintura sin igual titulada: “Jeroglíficos de las postrimerías” que se componía de dos obras complementarias: In ictu oculi y Finis gloriae mundi. Dos novísimos [1] terribles, feroces, que captaron la totalidad del sentir y deseo de Mañara, demostrando en el producto final todo lo nervioso, lo apasionado, lo dinámico del Barroco.

Fernando Jiménez-Placer diría que “si existe en la historia del arte un caso de perfecta congruencia entre el temperamento de un artista y el matiz de su arte, este es el de Juan Valdés” y lo afirmaba por el carácter del sevillano, quisquilloso, violento, impetuoso, tormentoso que lo llevó a adquirir una estética de lo feo, lo tumultuoso, lo bullente y abigarrado.

Los lienzos de “El jeroglífico de las postrimerías”, con su dúplice lección, debía leerse, como el idioma hebreo, de izquierda a derecha para ser interpretados, aunque al inicio fueron muchos los que, repelidos por el horror allí plasmado, rehuían penetrar en la intimidad de las imágenes.  Tanto, que el mismo Murillo afirmaba que al apreciar esta obra, había que taparse irremediablemente la nariz. Y no sin razón. Pues tales figuras transpiraban espanto y desidia, casi como estar de frente a una instantánea de ultratumba.

A Valdés le pagaron la suma de 5.740 reales por las dos obras, en comparación de los 100.000 reales que le desembolsaron a Murillo por sus seis lienzos de misericordia llenos de luz y esperanza: La curación del paralítico; San Pedro liberado por el ángel; Multiplicación de los panes y los peces; El regreso del hijo pródigo; Abraham y los tres ángeles y Moisés haciendo brotar el agua de la roca de Horeb.

Créditos: W. Commons

In ictu ocul

En un abrir y cerrar de ojos, título traducido del latín, es un cuadro tenebroso [2] de un esqueleto –personificación de la muerte-, que apaga la flama de la vida con sus huesudos dedos, mientras con su brazo izquierdo carga un ataúd, una hoz, y un manto blanco. La figura lúgubre está posicionada con el pie izquierdo en el globo terráqueo, afirmando la autoridad que tiene sobre el reino de los vivos, y con el derecho encima de una toga rojo, que simboliza la juventud, la riqueza y el amor.

Alrededor hay elementos de jerarquías humanas que representan la vanidad de los placeres: lo eclesial, la mitra, el capelo cardenalicio y el báculo; y la gloria de los reyes: la corona, el cetro, el crisol; la sabiduría, la riqueza, la guerra está figurada en los libros [3], la espada y las joyas.

Al hablar con esta primera obra, es decir, al mirar estéticamente, se dialoga con la muerte misma. Es enfrentarse a ella. Solo es fijarse cómo su mirada parca, irónica, denota una espera paciente hacia el voyeur

Actitud que es simplemente una alegoría escatológica de la vida invertida, afirmando la idea universal de que no hay duración, o realidad más verdadera que el tiempo entre una cuna y una tumba. Sus cuencas vacías y la expresión de su boca dan cuenta de la existencia del hombre que se va hilando hasta agotar el material de hilatura, o hasta que las parcas, las tres hermanas del destino, Nona, Décima y Morta, corten el último hilo que lo sujeta.

Una sabiduría marcada por el triple símbolo del esqueleto, la hoz y el ataúd, que, como la paradoja de Aquiles y la tortuga, deja que el hombre primero hable, experimente, sienta los colores, los movimientos, los días, las agitaciones, las palabras, para al final hablar ella con un mudo silencio que todo lo enrarece.  Realidad última o escatológica que en cierta forma es una razón llena de misterio, o mejor, dos caras de una sola moneda, pues la muerte se figura como la continuidad de la vida y viceversa.

Así pues, es interesante observar que en esta obra hay una confluencia de elementos: la luz, la oscuridad, la muerte y la nada. Quien mira el cuadro en su época es la aristocracia sevillana, pero también el pueblo desvalido, necesitado, angustiado. Ambos confluyen de forma sintética en una verdad: en la muerte todos somos iguales, aunque en vida nos separe las posesiones y los estrados.

Ya el anciano Job, quizá el primer Cohelet, había alegado contra esta misma vanitas“Vosotros sois el pueblo y con vosotros morirá la sabiduría” demostrando con ello que los principios vitales son incomunicables: nuestro nacimiento, existencia, y final es individual. Nadie puede ayudarnos.

Crédito: W. Commons

Finis gloriae mundi 

La segunda obra, fin de las glorias terrenales, es una “psicostasis”. Una mano traspasada, que sobresale de un haz de luz, sostiene una balanza que sopesa dos almas: la de un obispo y un caballero medieval.  La báscula, equilibrio de la justicia divina, enseña que el mundo sigue una lógica implacable, y solo el libre albedrío puede compensarla hacia un lado u otro. Únicamente en vida, porque después de la muerte fenece toda voluntad o esperanza.

Los platillos están marcados en la parte inferior. El de la izquierda firma: NI MÁS, y el de la derecha: NI MENOS. Cada uno contiene elementos simbólicos: el primero la vida disoluta, ejemplificada en imágenes como: el perro, el pavo real, la cabra, serpiente, rana, cerdo y un corazón con púas, aprisionado, figuras de los pecados capitales; el segundo, la senda de la virtud, representada en los panes, la estrella, el corazón, los libros, la piedad (otro corazón con espinas, el de la pasión de cristo, con las siglas JHS).

Es de resaltar que, a la izquierda, en la misma línea de fuga de la obra y cerca al platillo, se encuentran dos animales nocturnos: un murciélago que representa las tinieblas; y la lechuza, emblema de Palas Atenea, diosa de la sabiduría, pero también de la justicia, que vigila los cuerpos inertes.

Al observar detenidamente el cuadro de Juan de Valdés, un tercer cuerpo aparece en el fondo. Es un esqueleto sin atributos a cuyos pies hay cuatro cráneos, metáfora de las cuatro edades muertas del hombre. Un quinto cráneo se exhibe, pero no sería sino con Fulcanelli que se desvelaría este elemento misterioso denominado “La quinta esencia vital de la vida”.

Sin embargo, detengámonos en los dos cuerpos principales.

El obispo, con capa de lino, mitra de oro, vestido de blanco tiene la figura de un Papa, un alto dignatario, que yace ataviado con gusanos, cucarachas y otros insectos. Hiede. Las cornisas de su caja mortuoria parecen de oro y a su costado está la frase sumaria:  Finis gloriae mundi. Descompuesto, su rostro y sus dedos retorcidos denota que feneció en sufrimiento. Encima de este se observa la leyenda del platillo: ni más, con los símbolos de los pecados capitales. Es una escena dantesca, gótica, que enseña que el aniquilamiento total es imposible. Nada perece, sino que se transforma. Primero espermatozoide, luego, hombre, gusano y al final tierra o polvo. Timor Mortis Conturbat Me.

En el lado derecho, Valdés ha querido retratar a un caballero o hidalgo, que pertenece a la orden de Calatrava, la cofradía religiosa militar de los templarios españoles. Su ataúd tiene detalles color plata (oro blanco), y su descomposición es más lenta, al parecer, porque en vida escogió lo que contiene el platillo que reposa encima de él: la virtud, la penitencia, la actitud heroica.  La marca que lo identifica es: ni menos. Todo lo que muere cae en la vida, y todo lo que nace, el cuerpo, queda reducido a la nada. El heroísmo, en el caso de este guerrero, parece decirnos el autor, poco tiene que ver con el significado de la acción, sino que todo descansa en la decisión.  La voluntad como timón de la existencia.

De igual forma que el In Icti Oculi, este cuadro es grotesco, crudo, casi que un retrato de la muerte, como si Valdés hubiera descendido a una catacumba para inspirarse en su obra. Y de nuevo el misterio yace, porque los dos personajes son más bien una sola y la misma persona: Miguel de Mañara. Un hombre de similar materia antes y después de la muerte: polvo, gusanos, hedor, vanidad.

La fuerza con la que Juan de Valdés compone estas pinturas es la representación de las verdades que su mecenas, Mañara, había ideado, imprimiendo con ello una marca, o una línea divisoria entre lo vivo y lo muerto, la caridad o la desvirtud.  Caminos que el hombre podía elegir. Intención decorativa que buscaba producir en el espectador una contemplación que despertara la compasión por el prójimo, poniendo al redentor como modelo de todas las virtudes. En esencia, este programa iconográfico es el del Discurso de la verdad, que conduce a la vida de propósito elevado.

Autor y Fuentes | Diego Firmiano

Imágenes | W. Commons

[1] Los novísimos (también llamados Postrimerías o escatología), es la rama de la teología que trata acerca de lo que sucede o se encuentra después de la vida.

[2] Tendencia pictórica que se caracteriza por un gran contraste entre la luz y las sombras y una iluminación violenta de las partes iluminadas sobre las que no lo están.

[3] Aparece a los pies de la calavera, el libro de grabados de Theodoor van Thulden sobre temas de Rubens para la celebración de la entrada del príncipe Don Fernando en Amberes.

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