«No le tiembla el pulso a pesar de la terrible humedad que cae desde el cielo plagado de estrellas. Ha encendido un pequeño fuego. Totalmente insuficiente para caldear la oquedad de la montaña, pero le proporcionará un atisbo de luz que le permitirá realizar su pequeño dibujo. A la piedra fría, rugosa, no parece importarle si hace frío o calor. A él tampoco parece ya importarle demasiado. No entiende muy bien porqué el calor no dura siempre…siempre llega el frío, lo apaga y lo cubre todo. Muchos otros de su grupo no vuelven a sentir el calor de nuevo….el frío también los envuelve y se los lleva. Se acuerda de algunos que ya no están. Lo que siente debe ser nostalgia. Quiere recordar. Le gustaría recordar. Toca la piedra y parece acariciar un lienzo. Suave. Tensa. Desnuda. La mira. Se miran.
Su mano, ligera y segura, coge el hueso impregnado de rojo. Ese rojo que asusta, pero que representa la vida. La vida que él y algunos de su grupo reproducen sobre la piedra escenificando su día a día. El simple reflejo de lo que sus ojos ven. Sin yugos. Sin obligaciones marcadas por un dios omnipresente que todo lo controla, sin necesidad de ofrecer sus pinturas a otras divinidades para conseguir sus favores terrenales, sin tener que cumplir con mecenas alguno deseoso de perpetuar su nombre, imponiendo su imagen y poder, por los siglos de los siglos.
Sus trazos son rectos, sin técnica. Simplemente se deslizan con suavidad y tropiezan con los pequeños montículos que desfiguran la piedra caliza. El desea dibujarse con sus compañeros en una escena que será mil veces fotografiada y que millones de ojos, iguales a los suyos, observarán ensimismados, pero eso él no lo sabe. Jamás podría llegar a imaginarlo.
En un atisbo de vanidad, comienza a dibujar una figura más alta que las demás. No muestra ningún otro rasgo que le haga destacar del resto de las figuras que lo acompañan en la escena, pero al contemplarla, siente un pellizco de orgullo al verse reflejado en esa figura alta que llevando un arco en su mano derecha, se muestra valiente rodeado de un grupo de arqueros decididos a enfrentarse a la naturaleza misma, animal contra animal, piel contra piel, vida versus vida.
Ya otras veces lo había visto. No parecía complicado, pero nunca se había atrevido a realizar una pintura. Sentía el calor que desprendía el pequeño fuego que apenas iluminaba el oscuro abrigo. Cerraba sus ojos para intentar recordar alguna imagen. Seguramente experimentaba algo que, millones de años después, los autores de los maravillosos cuadros que hoy en día visten nuestros museos más importantes en el mundo, darían en llamar «inspiración». Quiso contemplar la escena. Se alejó ligeramente para poder verla en su totalidad. Algunos cuerpos de los arqueros se curvaban hacia atrás dotando de fuerza su tiro certero. Otros parecían correr con sus piernas totalmente extendidas hacia su victima que espera, resignada, su fin.
Recordaba diferentes escenas pintadas en otras piedras que había visto no muy lejos del lugar. Escenas con animales, con caballos o ciervos que galopan en manada huyendo o una figura femenina trepando por un árbol tratando de recoger miel de una colmena. Resultaba extraño. Sin querer, recordaba todas y cada una de esas escenas sin esfuerzo. Era como si, continuamente, viviera y reviviera, una y otra vez esa misma visión. Cada una de ellas pertenecía a una experiencia vivida. A su propia vida. Una vida en constante movimiento.»
Esa era la norma general de nuestro pintor en la prehistoria. En los abrigos prehistóricos levantinos donde, en la actualidad, podemos maravillarnos con la visión de diferentes pinturas rupestres, nuestro artista buscaba representar sus escenas aportando técnicas que nos sugirieran movimiento; carreras de jabalíes o ciervos, figuras formando composiciones en diagonal descendente, en un intento de representación de bajada hacia el valle de animales perseguidos o la exagerada forma alargada o estirada de las figuras humanas con el deseo de mostrar su vitalidad mientras corren, con sus extremidades inferiores abiertas en una zancada perpetua.
Nuestro artista jamás hubiera llegado a imaginar que su pequeño detalle artístico representara una de las grandes maravillas del mundo.Que con su simpleza se llegaran a atesorar como joyas del Patrimonio de la Humanidad. Que miles de personas estudiaran y se asombraran con sus pequeños e insignificantes dibujos. Que otros miles nos sintiéramos estremecer al contemplar, en los centenares de abrigos colgados de las cornisas de barrancos, la vida misma que una vez se vivió y se contempló con otros ojos, mientras notamos el calor que aún se percibe en ellos.
No tienes más que acompañar a estos artistas y permitir, desde la lejanía que concede los millones de años que os separan, que te cuenten sus historias, porque ellos son grandes contadores de historias.Pueden contarte la historia de «la caza» en la Cueva de los Caballos de Tirig, donde un grupo de arqueros atacan y disparan sus flechas contra una manada de ciervos, o la historia de «la danza guerrera» en la Cueva del Civil en el Barranco de la Valltorta, donde son representados dos grupos de guerreros enfrentados en lo que parece el comienzo de una batalla o la historia de «los pequeños sacrificios humanos» representados en la Cova Remigia de Ares del Maestre, donde observarás curiosas pinturas que parecen simbolizar sacrificios humanos mostrando figuras ensartadas con flechas.
Acércate al arte más primitivo.
En silencio, ausentes, permanecen tatuados en los abrigos que abrigan el Levante, restos de pinturas rupestres con las que antepasados Neandertales, desaparecidos hacia el 30.000 a.c., nos obsequiaron, sin saber que hoy, en pleno siglo XXI, seguiríamos emocionándonos con sus estilizados trazos que representaban su noche y su día.
Sin duda, pasear por la naturaleza viva acercándote a ellos, te envolverá en una magia distinta. Incluso, todavía, parece sentirse el calor que aquellos pequeños fuegos desprendían en el silencio.
Un calor que quizá, jamás, se atreva a eliminar el obstinado frío.
Imágenes|: Eva María Martínez. Vía Heraclia
Información para visitas en Museo de La Valltorta en Castellón